http://www.elmundo.es/elmundo/2009/10/10/espana/1255206627.html
Los dos llegaron a Melilla con el aliento de un monstruo detrás.
El de ella tenía la cara de un marido viejo que le babeaba borracho cada noche encima; la mujercita como saco de boxeo del bruto, la vida a la sombra y sin aire tras una celosía de mierda.
El de él traía el antifaz de la parca; el chaval con la sartén entera del Sáhara a la espalda friendo durante meses, el hartazón de un tapón de agua al día para no dejarse morir en el desierto.
Así que anduvieron y anduvieron escapando del monstruo y se encontraron vivos. Ella llegaba desde Nador (Marruecos) y él llegaba desde Sangrur (La India). Ella es musulmana y él es hindú. En otras circunstancias, esta barriga sin papeles de siete meses que acariciamos debería ser una buena noticia. Welcome to Melilla.
–¿Y si te toca volver?
–No, no, no. No puedo volver. No voy a hacerlo. Embarazada fuera del matrimonio, sin ser él musulmán... No puedo.
–¿Por qué?
–La ley dice que tendría que ir a la cárcel. Mi hermano tendría derecho a matarme.
El empujón al mar de tiburones les llegó hace bien poco desde esta parte de la frontera. Fue el 28 de septiembre cuando el Ministerio del Interior le denegó la solicitud de asilo por considerar esta historia «manifiestamente inversosímil». Entonces le dieron 15 días para que abandonara España. Al otro lado de la valla espera Marruecos.
El artículo 490 del Código Penal marroquí recoge penas hasta de un año de prisión para los que tengan una relación «perversa» fuera del matrimonio. El artículo 454 establece dos años de cárcel para la que aborte. El precepto 39.4 del Código de Familia prohibe el casamiento de una musulmana «con un hombre de otra confesión religiosa». ¿Y entonces? El futuro es una panza tibia como sol de mayo, y no hay religión, ley o cepo que se le ponga por medio a unos amantes cuando corren con pies descalzos.
Antes de conocerse la existencia era otra cosa, claro. En sus casas tenían mucho más y hasta calzaban botas de siete leguas, pero la vida era mucho menos.
Algo de eso sabe K., la pequeña en aquella casa de Bernarda Alba de Nador donde cuatro hermanos varones y una madre viuda se tragaron la llave del candado. «No salgas, K.». «No te quites el pañuelo, K.». «K., no enseñes el pelo». «K., no se te ocurra salir sin chilaba». La estampa de la reclusa era la de una joven en penumbras que no sabía leer ni escribir, pegada a aquella radio que era el mundo entero.
La casaron un mal día de 2004 con un vejestorio desdentado que la reventaba a golpes y a patadas como a un galgo flaco. «Siempre me pegaba, todos los días me pegaba. Venía borracho, se drogaba con pastillas, no lo podía aguantar». Así que le fue con el cuento al hermano.
–¿Y qué crees que te va a pasar, eh? Eres su mujer. Tienes que aguantarte.
Lo dejó, logró el divorcio, volvió a casa, donde le recriminaron sus ínfulas de libertad («haces lo que te da la gana, así te va»), y K. marcó en el mapa Melilla con un círculo rojo. Cruzó la frontera y el pañuelo cayó.
No lo recogió.
No se agachó a recogerlo.
No se volvería a agachar jamás.
«Es muy duro no poder hacer lo que quieres. En Melilla hacía lo que soñaba. Trabajaba en una casa limpiando y vivía con unas amigas. Me quité el pañuelo. Aquí soy libre y como realmente me siento. Una tarde fui a bañarme a la playa después de trabajar. Allí le conocí...».
El hermano se enteró del noviazgo con el hindú y cruzó la frontera con el puño prieto a la caza de la impura. «Ha estado preguntando en casa y en el trabajo, vete», le decían. Como un conejo asustado tiró al monte, y allí en el chamizo K. se hizo un ovillo mudo y suscribió un juramento. Había perdido el empleo. Había perdido su plaza en el piso. Lo había perdido todo. Nadie le iba a robar el niño.
«Si el Gobierno me dice que me tengo que ir, tendré que irme sola. Él no tiene papeles y le puede coger la Policía marroquí… Dios nos dice que nos queramos, que nos casemos. Él tiene corazón como yo, sangre como yo, dos ojos, manos, tiene piernas como yo. Míralo. Somos iguales. Su religión no me importa; yo lo quiero a él».
Él es L., 23 años y papá a la vista. En La India era agricultor, de esos que llevan las manos roturadas de tanto escarbar. Su padre tuvo que vender la mitad de la tierra para pagarle un avión hasta Mali. Tardó ocho meses en llegar a Melilla, corrió en Argelia, se escondió en Marruecos y tuvo miedo siempre. Hay una imagen en el desierto que la lleva taladrada en la mente: 24 tipos como él, perdidos en mitad de la nada durante meses, con sólo 20 litros de agua. Su padre, que va a vender la otra mitad de la tierra que le queda porque se le casa la hija…
«Desde que vine, hace cuatro años, estoy en el Ceti [Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes]. Aquí me he sacado el título de hablar español. No me sale trabajo. Lo único, limpiar coches. Por lo que quieran darme… Un día, cuando salía de limpiar, fui a bañarme a la playa. Allí la conocí…».
El vientre crece, el nido va cobrando forma y el parto será en enero. Aunque le hayan denegado el asilo, a K. la dejan seguir estando en el Ceti junto a L. Se les ve de la mano siempre, ni que estuvieran enamorados. Y hay quien no entiende a cuento de qué siguen mentando al Altísimo.
«Hablamos mucho cuando estamos solos. Siempre pensando en Dios. Si nos cierran una puerta, Dios nos abrirá otra».
Ah, la puerta. La única abierta hasta la fecha es el recurso promovido por la asociación Pro Derechos de la Infancia y presentado ante el Ministerio del Interior. En el escrito se recuerda que la denegación de asilo definitiva «producirá un gravísimo riesgo para la gestación y para la salud de la madre». El Gobierno de Melilla (PP) ha pedido que se reconsidere el asunto, el Colegio de Abogados de la ciudad autónoma ha salido a respaldar a la pareja y el Defensor del Pueblo empieza a hacer preguntas. Responde el delegado del Gobierno, Gregorio Escobar, que «se están cumpliendo todas las garantías», que habrá que esperar la respuesta al recurso.
Lo poco que tienen L. y K. ya lo andan apostando al todo o nada: 10 euros gastados el otro día en ropa de recién nacido, que no le falte al bebé... En el mercadillo compraron pantaloncitos de felpa, camisetas y un gorro. Ni rosa ni azul. Sino de muchos colores, cuentan. Porque al menos hay tres certezas. La primera es que será niño. La segunda es que se llamará Vikramjeet. La tercera es que sus padres le dejarán elegir color y ser de la religión que quiera.
Es L. quien se anima a hablar esta vez. Poniendo la mano sobre esa proa de vientre con la mirada bobalicona del padre primerizo.
–Después de cuatro años soñando, esto es otro sueño. Ese sueño es el hijo.
Ahí fuera de la chabola corren las ratas y la basura ramonea en los tobillos a cada paso.
Dentro hay dos convidados de peluche que aguardan noticias del crío como en la sala de espera de un paritorio: una rana de trapo y un perro con motas. Si mamá tiene que volver sola a Marruecos, si viene el monstruo aquel, el crío les va a arrancar los ojos de plástico para no ver.