miércoles, 4 de marzo de 2009

Cheb Hbitri bajo un camión

Melilla

El 1 de septiembre de 2008 S. ingresó en la Unidad de Primera Acogida (UPA) del Centro Materno Infantil de Oviedo, dependiente de la Consejería de Bienestar Social del gobierno asturiano. Antes tuvo que vagar durante veinticuatro horas por comisarías y salas de espera hasta que la Consejería consideró admitirlo en el centro. S. llegó a Oviedo después de varias huidas. Primero, con once años, se fue de Fez, su ciudad natal, junto a su madre. Ella confiaba que en Nador, una ciudad marroquí muy cercana a Melilla, podrían superar la muerte de su marido, del padre de S. Como muchas otras mujeres empobrecidas, comenzó la venta de ropas y telas a los turistas europeos como estrategia de supervivencia familiar. S., cansado de la miseria y soñando ayudar a su madre, pronto continuó la huida y quiso probar suerte en Melilla. La esperanza de papeles y un trabajo en Europa empuja a muchos menores a la peligrosa aventura de cruzar la frontera. Sin embargo, las autoridades melillenses le acogieron a base de amenazas y maltratos en el oscuro Centro de Menores La Purísima, un antiguo fuerte militar aislado de la ciudad. De ahí, como tantos otros chicos, S. comenzó la huida más peligrosa de todas: la que le llevó a Málaga jugándose la vida bajo un camión. Y de allí, con la referencia de un amigo que había emprendido el periplo antes que él, S. logró llegar a Oviedo. Las pruebas radiológicas efectuadas a instancias de la Policía Nacional –siniestro protocolo para chicos manifiestamente menores- determinaron que S. tenía quince años.

La ley establece que los menores “recibirán una atención inmediata en los centros o unidades de primera acogida y observación dispuestos al efecto”. También dice que “durante su estancia en los mismos, que en todo caso no podrá superar los cuarenta y cinco días, se analizará su problemática a fin de determinar la medida de protección a adoptar más apropiada”. Hoy 1 de marzo de 2009, justo medio año después de su llegada, S. continúa en la UPA.

El 3 de febrero, 156 días después de que S. ingresara en la UPA, la Consejera Noemí Martín (IU) aseguraba que hay menores que deben ser educados “de manera más estricta”, ya que presentan “conductas complicadas muchas veces asociadas al consumo de drogas y muestran conductas violentas”. Martín señalaba además que “los menores tienen derechos que hay que proteger y salvaguardar, pero también obligaciones, y cuando están bajo nuestra tutela y protección, como cuando reciben educación de una familia, se les exige obligaciones como a cualquier ciudadano, ya que hay que enseñarles desde pequeños.

S. tiene derecho a recibir la medida de protección más apropiada, pero sigue en la UPA. S. tiene derecho a ir a la escuela, pues al inicio del curso escolar era menor de 16 años; pero seis meses después, S. está aparcado, dos horas al día, en una academia. S. tiene derecho a la tutela inmediata por parte de la Consejería, pero ha sido tutelado más de cuatro meses después de su llegada. S. lleva casi medio año en una unidad de primera acogida en la que los menores han vivido hacinados durante la mayor parte de este período. S. cruzó a la Península en los bajos de un camión porque, aunque tenía derecho a ser amparado y tutelado por las autoridades de Melilla, sufría amenazas y agresiones constantes. Antes de que S. decidiera cruzar la frontera marroquí, ¿tenía S. derecho a que su padre no se muriera? ¿Tenía derecho a una vida digna junto a su madre y sus hermanas en Fez?

Ciertamente, a S. se le ha enseñado desde pequeño que no tiene derechos.

II

En una plaza de la ciudad de Oviedo –al igual que hacían en las calles de Fez y Tánger- varios chicos se tapan la nariz con un pañuelo empapado en disolvente. Cada cierto tiempo, se agachan a recoger el bote del suelo para volver a humedecer el pañuelo, que pasa de mano en mano. Los ojos enseguida se enrojecen y la nariz se reseca. Estamos en una plaza alejada del centro de menores pero, en muchas ocasiones, me he encontrado con chicos esnifando en un banco del parque a las puertas de la Unidad de Primera Acogida.

Cuando S. y yo nos acercamos, esconden los pañuelos y el bote de pegamento. –No soy policía ni educador- les digo. –Solamente un amigo de S. Así que no tenéis motivos para ocultar nada-. Parece que se han convencido porque, inmediatamente, vuelven a sacar los pañuelos. A partir de ese momento comienza una conversación inolvidable para mí. Me sorprende su lucidez, su conciencia de la marginalidad a la que están condenados y la precisión con la que diagnostican su propia situación.

Nos han abandonado- dicen de las instituciones. -Llevamos meses en la UPA y no nos dan papeles, no tenemos futuro para nosotros ni para nuestras familias. La gente nos desprecia por ser marroquíes y por esnifar disolvente. Nos acusan los mismos que se meten pastillas y cocaína cada fin de semana-.

Mientras conversamos, me acuerdo de José Palazón, miembro de la Asociación Prodein, una persona enormemente comprometida con los menores en Melilla. A muchos de los chicos de la UPA de Oviedo se les ilumina la cara cuando se nombra a José, pues fue su único apoyo en un contexto de enorme violencia institucional y social contra ellos. Pensando qué decirles a los chavales, recordaba las palabras de Palazón:

Tú estás doce horas hablando al niño y él te responde: «¿pero qué me estás contando?». ¿Qué le vas a prometer? ¿Cómo le vas a pedir que se discipline, que estudie, si a «uno de los que se porta bien» se lo llevó la policía de noche a Marruecos?

Respecto a la dependencia al disolvente, Palazón añadía:

En cuanto escolarizan a un grupo de chicos, dejan el pegamento. En cuanto ven alguna perspectiva, dejan el pegamento. Pero cuando no hay futuro el disolvente es el recurso al que se agarran.

III

Es sábado por la noche. Como miles de chavales de la ciudad, varios menores marroquíes, de entre quince y diecisiete años, callejean por el casco viejo de la ciudad de Oviedo. Quizás han bebido algo. Otros chavales, mayores, comienzan a insultarles: “sois unos moros de mierda”. Se inicia una pelea, en la que los chicos mayores exhiben un arma blanca. Poco después, aparecen dos coches de policía, avisados por los propios jóvenes que, con sus insultos, iniciaron la pelea. Acusan a los menores de robo. El resultado son cinco detenciones, todas de “los moros de mierda”. Los menores pertenecen a la UPA. Pasan una noche entera en los calabozos de la comisaría, hasta las tres de la tarde del día siguiente. Les encierran en celdas individuales, en completa oscuridad durante toda la noche, tirados en el suelo sobre una sucia colchoneta. En sus bolsillos no tienen nada propio ni ajeno.

IV

Mina, la madre de M., espera cada viernes, impaciente y ansiosa, la llamada de su hijo. Una vez a la semana sabe que M. la llamará desde la UPA. Estos minutos son el único hilo de comunicación con su hijo. Al menos, cada viernes, Mina comprueba que M. sigue vivo. A veces, incluso, su hijo parece contento.

De una semana para otra M. deja de llamar. Durante varias semanas la angustia de Mina no deja de crecer, pero no tiene ningún medio de saber lo que sucede. Solamente se había sentido así dos veces en su vida: las dos ocasiones en las que había sufrido la marcha repentina de dos de sus hijos -M. y su hermano N.-, que se habían arriesgado a cruzar la frontera y alcanzar Melilla. Al menos en aquellas dos ocasiones la dolorosa espera había sido más breve, pues pronto la llamaron para avisar de que estaban bien.

V

A M. le comunicaron en la UPA de Oviedo, en la que llevaba varios meses, que debía recoger sus cosas y marcharse. El Fiscal de Menores de Asturias había establecido que M. es adulto, así que se le obligaba a dejar el centro. Una responsable de la UPA le sugirió que acudiera al Albergue Cano Mata, un albergue para transeúntes de tres días de estancia máxima.

Una llamada a cobro revertido sirve a M. para avisarme de que está en la calle, con sus pocas pertenencias: -Me han echado de la UPA. Estoy frente al albergue, esperando a que den las cuatro. Antes no dejan entrar-.

Cuando una hora después llego al Cano Mata, la gente abarrota las mesas del centro de día, donde en ese momento se va a repartir el café. Una educadora me explica que no ha podido hacer un registro de entrada de M., pues el centro es exclusivamente para personas adultas. La monja de la entrada protesta por mis preguntas: “no hay nada que preguntar y, por supuesto, nada irregular; cómo lo va a haber si a estos chicos los ha traído la policía”, dice la señora por otros dos menores que han sido también sacados de la UPA “hasta que se demuestre que son menores”.

M. está muy nervioso. Me enseña un escrito de la fiscalía: en él se le impone tratamiento de adulto porque la prueba de la edad que se le hizo en Melilla determina que ya ha cumplido los 18 años. La propia Fiscalía reconoce, sin embargo, que existe una partida de nacimiento expedida en Marruecos que confirma que M. tiene 17 años; pero no le concede validez hasta que no sea verificada policialmente. Mientras tanto –han pasado casi dos meses y la policía no ha verificado nada-, en vez de garantizar los derechos de un posible menor, el Fiscal determina su salida de la red de acogida.

La propia Consejería tiene, en el expediente de M., su partida de nacimiento. Pero lejos de defender los derechos de un chico que tiene bajo su tutela, asume sin más la injusta decisión de la Fiscalía. Como no se puede quedar en el albergue, M. es acogido finalmente en un piso para personas adultas de Manos Extendidas.

Somos varios colectivos sociales implicados en la defensa de los derechos de los menores los que tenemos que organizarnos para acompañar a M. a exigir los originales de su expediente –a los que tiene derecho- para hacer unos trámites en el consulado marroquí de Burgos que le permitan obtener su pasaporte. Con este documento el fiscal tendrá que dar marcha atrás y reconocer su minoría de edad. Mientras, la Consejería ha dejado libre una plaza en la Unidad de Primera Acogida a costa de M. que, durante varios meses, vaga desorientado, de ventanilla en ventanilla, de asociación en asociación, buscando una explicación.

VI

Una de las personas de la red de apoyo a los menores permite a M. hacer una llamada desde su teléfono particular. Mes y medio después de su última conversación, Mina escucha la voz de su hijo al otro lado de la línea telefónica.

VII

A S. y a M. les han enseñado desde pequeños que no tienen derechos. Quizás sea natural –quizás sea justo- que tampoco quieran tener obligaciones.

1 La primera parte de este texto puede encontrarse en el libro A la vuelta de la esquina. Relatos de racismo y represión (Cambalache, 2008). También está colgado en diversas páginas web; entre otras, en www.localcambalache.org y http://menoressolos.blogspot.com/