Se calcula que hay más de 10.000 mujeres trabajando en Melilla de forma irregular, sin papeles en regla y a merced de unos maridos que las maltratan sistemáticamente bajo la amenaza de que las expulsen a Marruecos si les denuncian. Se casaron con ellas por el rito musulmán pero no inscribieron el matrimonio en el Registro Civil por lo que no existen, son “fantasmas” para la Administración que se aprovecha de la situación para someterlas a otro maltrato, el institucional, alejándolas de cualquier derecho a recibir ayudas. La Ciudad Autónoma es la que más denuncias tiene por violencia de género en España. Este reportaje se publicó el pasado sábado en la revista Yo Dona del diario El Mundo.
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Maghniya Baddoury, 35 años, nació en Marruecos, en el Rif profundo.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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Por Juan Carlos de la Cal, miembro de GEA PHOTOWORDS
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Ser mujer, Musulmana, Sin marido, Sin papeles y Con hijos. Esta es la ecuación que garantiza el pasaporte a la “invisibilidad” en una ciudad como Melilla (80.500 habitantes). El lugar está lleno de “fantasmas” femeninos. Mujeres que trabajan, crían a sus hijos, huyen del pasado y se aferran a un presente en silencio, resignadas, sin hacer ruido, enclaustradas entre el mar y Marruecos, rezando para que no llegue el día en el que tengan que elegir cual de las dos opciones prefieren.
Los ojos de Maghniya Baddoury, 35 años, reflejan exactamente lo que dice el último parte médico que guarda en el único armario de su infravivienda, en el barrio hebreo de Melilla: “Triste, deprimida, con llanto continuo y muchos problemas”. Su historia refleja lo que les sucede a muchas de las 10.000 mujeres que trabajan en la Ciudad Autónoma prácticamente indocumentadas, excluidas de cualquier censo, con el miedo de su ignorancia arrebatándoles el corazón. Nació a 40 kilómetros de Melilla, en el Rif profundo, en el seno de una familia de campesinos y en una época donde la frontera no separaba tantos mundos como ahora. Su primer amor se llamaba Abdelrahim y lo perdió al cumplir los 15 años, cuando sus padres la obligaron a casarse con Mimoun, un primo suyo vendedor de pescado, que solía frecuentar su casa en la época de la recogida de la aceituna, y al que nunca quiso. Ahí se hizo mayor de repente. Su infierno vital comenzó sin transición, obligada a irse a vivir con un hombre que la maltrató, vejó y enajenó desde el primer día.
“Bebía mucho. Me pegaba incluso cuando estaba embarazada de mis dos hijos. Les echaba la cerveza encima para que el Imam les regañase cuando iban a la mezquita”, recuerda Maghniya en un susurro como si temiese que su ogro estuviera escuchando al otro lado de la pared. Aguantó nueve años hasta denunciarle a la Policía marroquí. Se divorció un miércoles y escapó al pueblo de Beni Enzar, al otro lado de la frontera melillense, donde alquiló un cuarto por 40 euros mensuales en el que se metió con su hijo mayor, Jamal (hoy con 17 años), y la pequeña Sohaida, ya con 14. Hasta que el torturador apareció de nuevo y tuvieron que huir hacia el único lugar donde estarían seguros: Melilla.
Su camino ya estaba indefectiblemente unido al de la ciudad española. Pronto encontró trabajo como cocinera en un bar de la ciudad donde alquiló una modesta casa por 200 euros al mes. Jamal la ayudaba vendiendo tabaco, chicles, periódicos en una época, no tan lejana, donde era normal ver a críos por las calles de Melilla buscándose la vida. Pero las leyes cambiaron y Jamal consiguió una plaza en un centro de menores donde comenzó a estudiar por primera vez en su vida. La pequeña, por su parte, ya iba al colegio marroquí de Melilla, única opción para los hijos de los musulmanes sin papeles de la ciudad.
Maghniya es analfabeta. Nunca supo nada de papeles ni documentos. Acostumbrada a un mundo de hombres, donde las mujeres tienen que pedir permiso hasta por respirar, se dejó llevar por el destino, orgullosa de que sus hijos, por lo menos, ya sabían leer y escribir. Pero a finales de este verano, alguien le dijo que porqué no solicitaba una ayuda social, que tenía derecho a ella y que seguramente se la darían “porque las autoridades son muy sensibles a casos como el suyo”. Lo hizo. Y todavía se está arrepintiendo de ello.
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Maghniya Baddoury y su hijo Jamal.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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Cuando le quedaban apenas unos meses para cumplir los 18 años bajo la tutela de la Consejería de Bienestar Social, Jamal fue expulsado del piso de acogida de la Asociación Nuevo Futuro donde se estaba formando, entre otras cosas, como electricista. La razón: había “aparecido” su madre. La consecuencia: ya no tendrá la tarjeta de residencia que a punto estaba de conseguir al alcanzar la mayoría de edad en un centro tutelado. Ahora, madre e hijo están indocumentados, sin ayudas sociales ni posibilidades de conseguir ninguna por la ausencia de papeles en regla. Su caso está siendo investigado por el Defensor del Pueblo. Maghniya siente que ha caído en una trampa legal mientras Jamal no entiende nada. Ahora, entre los posters de Messi de su cuarto compartido, sueña con ser policía…
EL `CASO KHADIJA´
El hiyab no consigue ocultar los mechones blancos del cabello de Khadija Belgasi. Tiene 42 años, pero las canas aparecieron la última primavera. La encontramos en un piso grande, el más grande donde ha vivido jamás, en uno de los barrios de Melilla que están junto al mar. Los 500 euros de alquiler fueron avalados por los socios de Prodein, una combativa asociación de ayuda a la infancia, que la rescató de la calle junto a sus 4 hijos cuando se instaló en un banco de la calle en la Plaza de España, justo enfrente de la sede de la Ciudad Autónoma de Melilla, pidiendo que le dieran una vivienda. La suya la perdió en un desahucio por no poder pagar el alquiler.
Su historia se asemeja mucho a la de Maghniya, pero con doble sufrimiento. El padre de sus hijas mayores (Nadia, 23 años y Dunia, de 17), es español y 20 años mayor que ella. También se casaron por acuerdo familiar. Lo primero que recuerda de él es la bofetada que le dio al día siguiente de la noche de bodas. La última la recibió hace 15 años, la noche antes de escapar de un pueblo marroquí al otro lado de la frontera. Consiguió llegar a Melilla, encontrar un trabajo que le dura ya 14 años y colocar a sus hijas en el colegio marroquí de la ciudad. Los dos pequeños, Mohamed, de 7 años y Adam, de 5, son hijos de otro padre español de nombre Suleiman que no la pegaba, pero que la abandonó una mañana cuando se fue a la obra. La dejó con un montón de meses de alquiler de deuda y la sensación de que el mundo no estaba hecho para ella.
“Después de atenderle muchos años casi como una esclava, lavando su ropa, cocinando para él, pagándolo todo con mi sueldo de cocinera, me abandonó sin más. Y con lo menos posible. Le buscó. ¡Pero si vivía como en un hotel, sin hacer absolutamente nada en la casa, ni por mí, ni por los niños!”, recuerda Khadija. Herida en lo más profundo de su orgullo, Khadija desafió el orden impuesto a las mujeres melillenses y se lanzó a la calle en busca de su marido. Y le encontró. Para enterarse de que tenía ya dos mujeres, dos familias, a las que también mantenía en el tiempo, casi todo, que estaba fuera de casa.
Meses después Khadija y sus 4 hijos se encontraron en la calle con lo puesto. Siguió llevando a los pequeños al colegio y por las noches se iba con ellos a dormir al parque, “de camping” les decía “veréis que divertido”. La “diversión” duró una semana. El tiempo que el más pequeño le preguntó un día: “Mamá, ¿porqué vivimos como los pobres?”. A la mañana siguiente, Khadija dejó de ser la Mujer, Musulmana, Sin marido, Sin papeles y Con hijos, esto es: la mujer humillada, sumisa, resignada, silenciosa e invisible y, por primera vez en su vida, acudió con su analfabetismo a cuestas a pedir ayuda al Ayuntamiento de la ciudad.
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Khadija con sus hijos Mohamed y Adam.
FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS
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Entre promesas, trámites y demoras de la Administración, la “nueva” Khadija pasó otra semana en la calle con sus hijos asumiendo que ya no estaban “de camping”. Finalmente la pagaron una semana de pensión. Después la calle de nuevo. Se fue a dormir a la puerta de la Consejería y una noche la Policía llegó con unos funcionarios y una furgoneta gris para llevarse a sus hijos a un centro de menores. Khadija se había quedado sin marido, sin casa y ahora sin hijos por ser una Mujer humillada, sumisa, resignada, silenciosa e invisible…
El escándalo, denunciado por Prodein en los medios locales y nacionales, fue monumental. Agitada políticamente, la entonces consejera María Antonia Garbin tuvo que salir a la palestra a explicar el caso asegurando que Khadija y su familia “habían sido debidamente atendidos”. Rectificaron sobre la marcha , le ofrecieron un piso, le han dado una ayuda de 1.600 euros para pagar los primeros meses de alquiler y le han devuelto a los hijos. También le pagan una parte del alquiler actual. Sin embargo, no han conseguido quitarles el miedo que Mohamed y Adam le tienen a las furgonetas grises…
¿FINAL FELIZ?
Se puede decir que, con todo, Khadija ha tenido suerte. Pero su caso, como el de Maghniya se presenta como la punta de un iceberg social de mucho calado en una ciudad pequeña y fronteriza como Melilla. “Es un apartheid sistemático. Devuelven al menor a una madre que no tiene condiciones para recibirlo, para no tenerlo que documentar, mientras que le quitan los hijos españoles a la otra porque vive en la calle con ellos por no tener donde ir. Y todo por el tema de los papeles. En Melilla hay 10.000 mujeres así. Unas vienen de Marruecos todos los días a trabajar aquí y otras viven desde hace años apenas con una tarjeta de residencia, teniendo ya hijos nacidos en España. Son carne de cañón barata para ser explotadas en todo tipo de trabajos con muchas horas diarias y muy poco sueldo”, denuncia José Palazón, el presidente de la Asociación Pro Derechos de la Infancia (PRODEIN).
Este iceberg lo materializan también las estadísticas y estudios que afirman que Melilla está a la cabeza en cuanto a casos de violencia de género. La diferencia con el resto de España viene marcada por la ausencia de papeles. “Actualmente existe en la ciudad un porcentaje muy alto de mujeres inmigrantes unidas a hombres con DNI español, casadas por el rito musulmán pero sin registrar civilmente, por lo que no existen en ningún sitio. Para muchas familias de Marruecos, casar a su hija con un español es el mejor de los destinos. Por eso se hacen esos acuerdos de familia con el mismo resultado siempre: una chica muy jovencita, sin apenas cultura, se casa presionada con un hombre mayor que apenas conoce con lo que queda expuesta a cualquier cosa que los maridos quieran hacer con ellas. La amenaza de abandonarlas en Marruecos, lejos de sus hijos ya españoles, es suficiente para convertirlas en sus esclavas de por vida. Nosotros calculamos que apenas se denuncia el 15% de los casos de maltrato que se producen”, asegura José Alonso, presidente de la Asociación de Derechos Humanos de Melilla.
Sin embargo, esta “invisibilidad” de las mujeres melillenses no es nueva. Ya en 1909, la que es considerada como la primera corresponsal de guerra española, Carmen de Burgos, más conocida con el seudónimo de “Colombine”, enviada a Melilla por el Heraldo de Madrid para cubrir la guerra del Rif, escribió: “Pareciera que judíos, musulmanes y cristianos rivalizan por esconder a sus mujeres”. Hay un ejemplo que la investigadora María Ángeles Sánchez, autora del estudio “Mujeres de Melilla”, ilustra este olvido predeterminado: “Si tuviéramos que considerar el reconocimiento que se tiene de las mujeres en esta ciudad por lo que reflejan los nombres de sus calles o plazas, llegaríamos a la conclusión de que, realmente, no existimos”.
ESTE REPORTAJE CONTINÚA EN UNA PRÓXIMA ENTREGA
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